viernes, 13 de junio de 2008

Todo por dos pesos

Todo cuento comienza con una noche como cualquier otra, y esta vez no era la excepción. Un martes común y corriente en la ciudad de Buenos Aires. El reloj todavía no marcaba las nueve de la noche mientras una chica pasaba las páginas de un diario, una tras otra, mirando de vez en cuando algún título que le llamaba la atención.
El sonido de la gente en la calle lentamente iba perdiéndose mientras las calles del microcentro se iban vaciando. La gente no veía la hora de llegar a sus casas, donde probablemente se encuentren con los mismos problemas familiares que antes de salir al trabajo, pero por lo menos iban a estar en su hogar y no encerrados por las claustrofóbicas paredes de una pequeña oficina.
Por supuesto, no todos seguían el camino de vuelta a casa. Esta chica debía seguir sentada detrás del mostrador de un drugstore, escondida entre envoltorios de caramelos y cajitas de cigarrillos un par de horas más, hasta que su turno termine. A esa hora los clientes eran escasos, y generalmente solo entraban pidiendo cambio para poder tomarse un colectivo. “Falta de monedas en Capital” decía imponente la tapa del diario, justo arriba de otro titular que decía algo de la crisis del campo.
Una persona se acercó al pequeño local, y pregunto el valor de unos caramelos masticables que nadie solía comprar. La vendedora le respondió desganada, volviendo su vista a las grises páginas del periódico.
- Dame dos – dijo en un tono inseguro el señor, mientras estiraba un billete de dos pesos y lo colocaba encima del mostrador. La mujer miro el billete, comprendió enseguida que toda esta compra no era más que una excusa del hombre para conseguir monedas, sino porque habría de pagar veinte centavos con un billete de dos pesos. Tampoco era su problema, y a esa hora, no podía ponerse demasiado pretenciosa con las ventas, así que tomó el billete y abrió la caja registradora. El sonido retumbó en el pequeño local e interrumpió el tranquilo silencio que rondaba la callecita desierta, sin embargo el sonido fue diferente de lo normal, más metálico, como si algo se hubiera roto o como si algo más hubiese sonado al mismo tiempo.
La cajera sintió un escalofrío y una sensación extraña mientras pensaba como sería la forma más conveniente de darle un peso con ochenta centavos al cliente. Pero cuando levantó la vista, las monedas que tenía en sus manos cayeron al piso y su corazón pareció detenerse, congelado de miedo. El opaco brillo del cañón de una pistola estaba fijo entre las cejas de la mujer, y los ojos del joven clientes ahora eran oscuros y apagados, con una mirada seria e insensible.
- Dame todas las monedas que tengas. Rápido, o te vuelo la cabeza, ¿He? – dijo el malicioso cliente, con un tono mucho más seguro que el que había usado antes, mientras fingía su número habitual. La mujer estaba todavía conmocionada, y tardo en reaccionar. Pero los ojos del asaltante decían claramente que esto era en serio, así que comenzó a vaciar la caja registradora y a poner todos los billetes desparramados sobre el mostrador.
El hombre miro el dinero y un matiz de furia se dibujo en su rostro. Cargo la pistola sin sacarla de la frente de la mujer, y el sonido de la bala viajando del cargador a la recámara de la pistola se transformó en lágrimas que corrían por los ojos de la mujer.
– ¿Crees que soy boludo?!Monedas te dije, puta! – la voz del hombre ya no era tan cortés y la tranquilidad comenzaba a escaparse del pequeño drugstore del centro de la ciudad.
La mujer intentó conservar la calma, y agarró las pocas monedas qué había en el fondo de la caja registradora y las puso sobre los billetes. El hombro las agarró y a simple vista contó poco más de dos pesos en pequeñas y brillantes monedas, algunas doradas, otras plateadas, otras de ambos colores. Pero no estaba conforme, quería más, sabía que tenía que haber más así que le indicó a la mujer que siguiera buscando monedas. La chica no pudo contenerse más y rompió en llanto, murmurando entre lágrimas que no tenía más monedas, porque le había dado al cliente anterior casi todas las que tenía.
El hombre no lo creyó y metió la mano dentro de la caja registradora, pero sus dedos no encontraron rastros de metal alguno, solo billetes. Comenzó a perder la paciencia, y el llanto de la mujer no lo dejaba concentrarse. Estiro la mano que sostenía el arma hacia atrás y blandió el mango de la pistola contra la cabeza de la mujer, que cayó desplomada al piso tirando junto con ella bolsas y estantes. El hombre se colocó detrás del mostrador, corrió a la mujer de una patada en las costillas y comenzó a tirar al piso todo lo que había alrededor, buscando un frasco o una caja en donde podrían estar escondidas las monedas.
El llanto de la mujer parado. El hombre esperó no haberle pegado demasiado fuerte, pero no se preocupo demasiado por ella. Siguió revolviendo entre golosinas y chocolates pero no encontró nada. La cara se le había desfigurado, la ira lo había invadido. ¡No podía ser que un drugstore no tuviera más monedas! El descontrol lo llevó a desquitarse con la mujer que estaba tendida en el piso, pero mientras se volteaba para continuar sus patadas, vio en el piso un resplandor dorado. Dos grandes monedas de cincuenta centavos brillaban orgullosas en el suelo, y más allá había dos monedas más, aunque más pequeñas. Sin dudarlo se agachó a recogerlas, tomo las dos grandes, una de las pequeñas, y se estiro por debajo del mostrador para alcanzar la otra, pero había caído unos centímetros más de lo que la mano del asaltante alcanzaba. Intentó acomodarse una y otra vez para poder alcanzarla, pero no lo lograba. Apoyo la pistola en el piso y lo intento con la otra mano. Esta vez estaba más cerca, la yema de los dedos podían sentir el frío metal, faltaba muy poco… muy poco. Pero un sonido metálico sonó detrás de él, y lo reconoció enseguida. Era su pistola. Y ya estaba cargada. Se quedo quieto, maldiciendo e insultando a la desgraciada muchacha en su cabeza.
El estruendo se sintió a varias cuadras del drugstore, y la alarma de un auto se disparo inmediatamente, interrumpiendo la paz y el silencio que habían vuelto descansar en el centro de la ciudad de la furia.
El hombre abrió los ojos lentamente, su vista estaba nublada, pero podía ver luces rojas y azules que giraban sobre las paredes de la callecita. Sus manos estaban esposadas, y estaba acostado sobre una camilla que se movía. Pudo distinguir dos personas que lo llevaban hacia una ambulancia. Uno estaba vestido de azul, con un sombrero oscuro y un bigote muy denso, el otro tenía el rostro cubierto con un barbijo.
- El quinto en tres días – dijo el médico.
- Si, hay que hacer algo, voy a hablar con la mujer – respondió el policía mientras se alejaba del moribundo.

El policía se acerco a la cajera, que estaba ahora mucho más serena. – Señora, necesito saber si de verdad tenía más monedas – le dijo con una voz soberbia. La mujer lo miro desconfiada y asintió con la cabeza. – Voy a tener que llevármelas como evidencia – continuó el bigotudo.
La mujer no lo pensó demasiado. Se metió detrás del mostrador, levantó una caja de alfajores y saco de allí un frasco lleno de monedas. El policía sonrió y extendió la mano para recibir el rasco.
- ¿Pero, evidencia de que son estas monedas? Preguntó la mujer confundida.
- Señora… - dijo el policía mientras se dirigía a la calle. – Es para evitar que pase de nuevo… usted me entiende.

No hay comentarios: