jueves, 19 de junio de 2008

De poesía y otras mentiras III

Título


Esta mañana me desperté desganado. Tal vez era el invierno gris que esperaba afuera, o tal vez la eterna sensación de que dormí poco. Siempre se duerme poco, siempre se podría dormir más. De todas maneras me calcé las pantuflas, me abrigue con un buzo que estaba tirado arriba de una silla y me dirigí a la cocina. En el camino, mis manos apuntaron inequívocamente hacia el botón de mi computadora y el sonido de los ventiladores preparándose para un largo día me acompaño mientras preparaba mi café.
Apoyé la taza junto en el escritorio y coloqué mis manos sobre el teclado, como esperando que los dedos comenzaran a presionar teclas al azar mientras mis ojos se aseguraban de que los estúpidos dedos no cometieran errores. Pero no sucedió. Miré fijamente la pantalla del monitor por largos minutos. De vez en cuando escribía un par de líneas sin sentido y las borraba sin remordimiento. La lluvia no paraba.
De repente, el timbre retumbo en mi pequeño departamento. ¿Quién podía ser a esa hora? No tenía la más mínima idea. Levante el comunicador del portero, y pregunte quién era.
“Soy yo” contestó una voz serena y delicada que me sonaba demasiado familiar.
“¿Necesitas que baje a abrir la puerta?”.
“No, esta abierta. Ya subo.”
Por supuesto, no tenía idea quien era. Pero esa voz era demasiado familiar y no me dio tiempo para reaccionar. A los pocos segundos alguien llamaba a mi puerta. La abrí descuidadamente. Confundido, hipnotizado por la voz. Podría haber sido cualquiera. Podría ser un ladrón, un sicario, un cobrador de impuestos, ¡Cualquiera! Pero no, era Ella. Quien lo hubiera dicho, siempre llegando en los momentos menos esperados. Sin saludar, ni dirigirme la palabra entro a mi departamento, se sentó frente a la computadora y comenzó a escribir. Le ofrecí un café, el cual aceptó con gusto. Desde la cocina podía escuchar las teclas siendo golpeadas sutilmente a una velocidad inhumana.
Me senté junto a la persona y coloqué la nueva taza en el lugar donde había estado la mía. Aunque ahora ya no estaba, eso no me preocupo. Me llamo más la atención la mirada perdida en su rostro. Una mezcla de empatía y concentración. El sobretodo blanco que llevaba todavía estaba húmedo por la lluvia pero no me contestó cuando le ofrecí colgárselo en el perchero.
Sus ojos negros se movían horizontalmente a medida que las letras aparecían de manera espontánea en la pantalla. De vez e cuando, levantaba la vista para observar la ventana. Cada vez que ella lo hacía, yo la seguía, intentando comprender que era lo que ella veía en aquel desdichado cielo gris.
A veces me sorprendía su capacidad de ignorarme. Le hablaba, leía lo que había escrito, me levantaba al baño. Incluso comencé a golpear el escritorio con un par de lapiceras jugando a que era una batería y siguiendo el ritmo de una canción de Queen que sonaba en mi cabeza, pero ni se inmutó. Comencé a ponerme impaciente así que me levante y me recosté en el sofá a leer una revista que tenía apoyada en la mesada junto al teléfono. Comencé a recorrer las páginas una por una, y fue recién en la número diecisiete cuando las teclas dejaron de sonar. Se levantó tan serenamente como cuando entró, bebió las últimas gotas de café que quedaban y sin dirigirme la mirada se perfiló hacia la puerta.
“Ya termine”.
“Perfecto, ¿Necesitas que baje a abrir la puerta?”.
“No, me parece que la dejé abierta. Gracias por el café”.
“Un placer, nos vemos”. Dije esas últimas palabras mientras cerraba la puerta y volvía a mi silla habitual. Todavía conservaba el calor, y el cursor aparecía y desaparecía detrás de la última letra de una pequeña historia. Faltaba el punto final, así que lo teclee suavemente, subí hasta el primer renglón del documento pero me sorprendí al ver que el título del texto estaba en blanco. Tampoco me molestó demasiado. Así que puse mi nombre al final y guarde el archivo.

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